22/1/13

También era un pecado


El doctor Posincobich era un croata que llegó al país con sus padres al final de la Primera Guerra. El Loco, como le decían en Alberdi, se había acriollado al igual que todos los hijos de inmigrantes del pueblo, y también disfrutó de la fortuna que su padre hizo gracias al comercio, a la caña y a la madera. Fue uno de los pocos de su grupo que se había recibido, aunque nadie le daba un peso partido al medio, todos lo veían como un gringo que hablaba a los gritos y daba vueltas a la plaza San Martín como loco en su bicicleta de carrera.
Ni bien volvió al pueblo, don Posincobich, orgulloso de su hijo, le instaló un consultorio, donde atendía a sus pacientes por las tardes, ya que a las mañanas trabajaba entre el hospital y la clínica del Ingenio. El Loco era ya un hombre asentado, con una rutina y un buen pasar cuando se voló los sesos con un pistolón del 14.
Nunca se supo porque o cuando hizo el primer aborto, seguramente fue a la hija de algún amigo que había quedado preñada antes de casarse por la iglesia, y le dio una buena cantidad de guita (algunos estiman que una finca) por el favor, y la bola se fue corriendo y la guita fue llegando sin que se diera cuenta realmente o quisiera recibirla. Otros dicen que simplemente El Loco Posincobich vio la veta en el mercado y se hizo abortero.
El tiro dicen que fue por una nena que le vino con un embarazo de varias semanas y que la pequeña madre no resistió la operación. Su enfermera, fiel tanto en tiempo como en andanzas, dijo que el doctor se mató porque tenía cáncer y deudas de póker, que nunca en su vida hizo un aborto, que eso también era un pecado para los judíos.

2/1/13

Don Quinto


El abuelo de Francisco, don Quinto, trabajó en el Ingenio Marapa desde los 15 años hasta que se jubiló a los 60. Siempre en diciembre, cuando terminaban de limpiar los trapiches y demás tachos del ingenio, se llevaba sendos bidones llenos de miel de caña, los cuales fraccionaba en botellas vacías de vino y los repartía entre sus poquísimos amigos y vendía el resto a los almacenes del pueblo. Siempre le dejaba a Hugo una botella verde de tres cuartos llena del líquido negruzco para Juan, que de chico en verano, solía comerla a cucharadas junto a Fran, y en invierno pelaban de mandarinas a los árboles del jardín enorme que el viejo tenia en su casa del barrio Ofempe. Entre el ingenio y las plantas había repartido su juventud, adultez y vejez Quinto. Tenia tantas plantas tan bien cuidadas y raras que decenas de viejas de Alberdi habían intentado conseguir un gajo de jazmín o de estrella federal, pero habían vuelto a sus casas con la indignación que les produjo una mandada a la mierda de un Quinto algo escabiado o dormido, y el ataque de alguno de sus perros, apenas contenido por la tela metálica del portón.
El viejo vivía solo desde que sus dos hijos habíanse casado y formado sus familias, su mujer había muerto cuando la madre y el tío de Fran eran apenas adolescentes. La leyenda cuenta que don Quinto nunca mas estuvo con mujer alguna por amor y respeto a su señora.
Ya más grandes, cuando Juan y sus amigos comenzaron a bolichear, el quincho del abuelo de Francisco era el lugar obligado para las previas y el viejo siempre se sentaba a la punta de la mesa con una botella de aguardiente y se reía con las cagadas que hablaban los changos. Con el pasar de los años a don Quinto solo lo veían en los cumpleaños que le organizaba a Francisco, donde cocinaba un lechón en el horno de barro y un asado a la cruz, y volvía a sentarse en la punta de la mesa, tomando su aguardiente y hablando solo cuando lo hacían contar las anécdotas de cómo se había curado los hemorroides con un hierro caliente o como ahorcaba a sus perros cuando se enfermaban.
-Don Quinto, ojalá que no se muera nunca.