El abuelo de Francisco, don Quinto,
trabajó en el Ingenio Marapa desde los 15 años hasta que se jubiló a los 60.
Siempre en diciembre, cuando terminaban de limpiar los trapiches y demás tachos
del ingenio, se llevaba sendos bidones llenos de miel de caña, los cuales
fraccionaba en botellas vacías de vino y los repartía entre sus poquísimos
amigos y vendía el resto a los almacenes del pueblo. Siempre le dejaba a Hugo una
botella verde de tres cuartos llena del líquido negruzco para Juan, que de
chico en verano, solía comerla a cucharadas junto a Fran, y en invierno pelaban de mandarinas a los árboles del jardín enorme que el viejo tenia en su casa
del barrio Ofempe. Entre el ingenio y las plantas había repartido su juventud,
adultez y vejez Quinto. Tenia tantas plantas tan bien cuidadas y raras que
decenas de viejas de Alberdi habían intentado conseguir un gajo de jazmín o de
estrella federal, pero habían vuelto a sus casas con la indignación que les
produjo una mandada a la mierda de un Quinto algo escabiado o dormido, y el
ataque de alguno de sus perros, apenas contenido por la tela metálica del
portón.
El viejo vivía solo desde que sus dos
hijos habíanse casado y formado sus familias, su mujer había muerto cuando
la madre y el tío de Fran eran apenas adolescentes. La leyenda cuenta que
don Quinto nunca mas estuvo con mujer alguna por amor y respeto a su señora.
Ya más grandes, cuando Juan y sus amigos
comenzaron a bolichear, el quincho del abuelo de Francisco era el lugar
obligado para las previas y el viejo siempre se sentaba a la punta de la mesa
con una botella de aguardiente y se reía con las cagadas que hablaban los
changos. Con el pasar de los años a don Quinto solo lo veían en los cumpleaños
que le organizaba a Francisco, donde cocinaba un lechón en el horno de barro y
un asado a la cruz, y volvía a sentarse en la punta de la mesa, tomando su aguardiente
y hablando solo cuando lo hacían contar las anécdotas de cómo se había curado
los hemorroides con un hierro caliente o como ahorcaba a sus perros cuando se
enfermaban.
-Don Quinto, ojalá que no se muera nunca.
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