(La Nación, 2 de julio de 1896.)
LEANDRO ALEM: LA TRAGEDIA DE ANOCHE
¿Cómo había ocurrido la catástrofe? El doctor Leandro N. Alem había dado fin a su existencia, disparándose dentro del coche que lo conducía al Club del Progreso, un tiro en la sien derecha. Cuando el portero del Club abrió la portezuela del carruaje, el tribuno popular, el agitador, el caudillo, era cadáver. Ese cadáver fue piadosamente subido a uno de los salones del club, colocado sobre una mesa, cubierto el rostro varonil con el poncho de vicuña, semivelado así a la gente de todas las opiniones que acudía a saludarlo con lágrimas en los ojos. Se había suicidado Alem. Leandro Alem, el de las largas barbas plateadas ya, el de los ojos vivos y fulgurantes, el de la palabra vibrante y perentoria, el caudillo, el jefe, el hombre de la calle y de la plaza pública, que arrebataba a las multitudes cuando les hablaba por ellas, cuando los llevaba adonde él quería llevarlas, casi ídolo, con su ascético rostro, con su vida clara, con su altruismo extraño, y así ha muerto, tendido sobre una mesa, cubierta la cara ensangrentada con el poncho de vicuña de sus amores nacionales. ¿Por qué? Todos preguntaban el por qué, todos querían conocerlo, y hubieran cuestionado al cadáver si hubiera podido contestar, y quedaban mudos ante ese enigma. ¿Cómo, cuando se es jefe de un partido poderoso, cuando se influye en los destinos de una Nación, cuando se ha llegado a una popularidad, casi sin precedentes, se puede cortar así el hilo de una existencia, saltar así a la nada, romper así con todo lo que sonríe y lo que promete? ... Hombre maduro, el doctor Alem había visto muchas cosas, había pulsado muchas pasiones, había hecho muchos sacrificios, y llegado el momento del balance se había encontrado él solo en pérdida, después de haber puesto casi todo el capital. Muere en su teatro, en la calle de sus triunfos y las causas de su muerte no han de conocerse tal vez por entero.
Es un hombre de abnegación y convicciones que se mata, y cuya muerte produce honda sensación en amigos y enemigos; un luchador que supo estar en pugna con todo lo existente que le parecía malo, rodearse de una aureola popular, significar por sí mismo, encarnar en su persona todo un partido y obligar a los demás a considerarlo un bienintencionado pasionista, pero que todo lo supeditaba al bienestar común; un caudillo por su exterioridad y su psicología, término extremo y necesario para el desenvolvimiento de un país democrático como el nuestro. Aún los que no estaban de acuerdo con su lucha, han de ver que su actitud estaba informada por una pasión sincera y, aunque excesiva, nunca inspirada en un propósito de medro personal. Cuando la candidatura de uno de sus amigos políticos a la Presidencia de la República él supo desligarse orgullosamente al creer que se tomaba un mal camino y el pueblo le llamó austero. Más tarde se entregó en cuerpo y alma al triunfo de la revolución del 90, y luego siempre lleno de las mejores intenciones, ofuscado sólo por su pasión de ir ligero, de saltar obstáculos, de llegar a pesar de todo y perentoriamente al fin, si contribuyó a la escisión y pérdida de fuerzas de la Unión Cívica, fue con el ansia de crear un partido formidable que arrasara con todo de una vez y llegar a la conquista del ideal democrático, con una sola carga de sus decididas huestes. ¡Ay! Eso era imposible y las dificultades se han ido aumentando, amontonando hasta formar barrera insalvable; no triunfa ya en nuestro siglo lo que no se ajusta a la evolución, lo que no la sigue, lo que no se vale de ella. El doctor Alem se inició muy joven en la vida pública, en épocas en que se creía necesaria la violencia y desde un principio hízose notar por su carácter que significaba siempre una manera terminante y absoluta. Su nombre era conocido y relativamente popular antes del 90 en que alcanzó ultísima figuración y representó en su persona el grupo numeroso de los excesivos, de los que querían llegar a saltos al ideal, contra la regla de la naturaleza.
Llegó así, lejos del gobierno, repudiándolo siempre, deseándolo mejor, libre de tachas mejor dicho, a gozar de una rara popularidad que lo ha acompañado hasta el último día de su vida y que hará que la noticia de su suicidio cause verdadero estupor y provoque una extraordinaria manifestación de duelo. Anoche, cuando corrió la triste noticia no había quien no se negase a creerla; cuando el convencimiento llegaba, surgían siempre frases de amargo pesar de todos los labios, porque al fin es uno de los nuestros, un hijo de la tierra, un genuino representante de las cosas que fueron y aún son, el que a la hora de esta, yace sobre una mesa del Club del Progreso con su rostro enjuto y su luenga barba casi blanca, cubierto con el poncho de vicuña de sus amores nacionales el que lo acompañó a los atrios de las elecciones sangrientas o a los congresos de debate tranquilo. ¡Duerma en paz Leandro Alem! Que el descanso eterno la compense de su lucha continúa. En nuestra historia tiene un puesto, su nombre vivirá y hoy no habrá en toda la República quien no lamente su trágica muerte y rinda tributo a sus virtudes. Alma noble, luchador incansable, hombre de raro temple, librado a los embates de la suerte pocas veces propicias ha llegado al término de su carrera con la estimación de propios y extraños y sin duda por eso en su rostro demacrado y en sus blancas barbas hay aún, después de la muerte, un sello de placidez y de entereza. ¡Duerma en paz Leandro Alem! "
Si el sobrino anda un poco pelotudo, si el partido en el que dejo la vida se divide, si sus ideales políticos son pisoteados, si los sueños de una nación justa se esfuman y los levantamientos armados de boinas blancas son olvidados, si cuatro años de encierro en Rosario por la causa no son suficientes, y encima la salud se le va por el inodoro…no le queda otra Dr.
Como Facundo viajó por última vez en tu coche negro tirado por caballos y ahí murió Dr. Un tiro con su pistola.
“He terminado mi carrera, he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí! que se rompa pero que no se doble. He luchado de una manera indecible en estos tiempos, pero mis fuerzas -tal vez gastadas ya-, han sido incapaces de detener la montaña ¡y la montaña me aplastó!”.
Era la noche del 30 de junio de 1896, se fue de su reunión en el Progreso, para sus correligionarios iba a ser una ausencia de solo cinco minutos, para usted para siempre.
No podía hacer nada útil por la Patria según su carta, no quería ser un cadáver político ni tampoco ver como las cosas en que creía, por las que luchaba se profanaban (seguían profanando).
De joven lucho en el Parque, con fusiles robados y al lado de anacos europeos, de pibes ajenos a la clase estanciera, de gente que transpiraba cambio, revolución, basta de afano, basta del Zorro, del Unicato, de los soldados que protegían las urnas pero no para el pueblo, sino para el hijo de puta de turno.
Hipólito Yrigoyen y Roque Sáenz Peña lo sacaron con las patas para delante de su casa, por esa puerta donde usted se paraba a matear, y desde el tranvía lo saludaban todos, el cochero, el inmigrante, la lavandera, la madre y el padre. Lucho por ellos, por el que menos tenia, tanto en la política como en los pasillos de tribunales.
Luchó de verdad, lo de usted no era solo discurso como es en estos tiempos egoístas y de discursos que arengan causas que ni ellos conocieron. En cambio usted quería las cosas limpias, como las caras, como su vida, como su traje negro y como sus ideales, heredados, pero destruidos por inescrupulosos de todo tiempo, arma y discurso.
“Leandro, hijo mío:
Antes de alcanzar la edad que ya tienes ahora, ya eran muchas las amarguras y vicisitudes que debí sufrir para formarme un hombre útil a la sociedad en cuyo seno he vivido combatiendo con los nobles afanes de su constante perfeccionamiento. Esta conducta, como digo arriba, me ha deparado muchas amarguras, pero he preferido siempre la línea recta, cualquiera fuesen los sacrificios o las injusticias a afrontar.
Sigue mi ejemplo, Leandro. No antepongas nunca los intereses pequeños o personales a los altos enigmas patrióticos y no abandonares jamás la línea recta que yo seguí en mi azarosa existencia, habrás rendido el mejor homenaje a mi memoria.
Te doy un beso en la frente para que la conserves pura. Esa es tu herencia.
Leandro N. Alem”
Frente alta, convicciones y cojones para que se hagan realidad. Esa es su herencia Dr. Alem. Lastima que la mayoría de sus herederos invocaron derecho de inventario. Seguro que lo sospechaba esa noche de invierno del 96.
Adolfooooooo uooo uooooo
12/9/09
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1 comentario:
"¡Sí! que se rompa pero que no se doble."
Buenísimo gordo. Abrazo.
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